sábado, 23 de mayo de 2009

Mi adiós para Escalona

La noticia de su muerte no me sorprendió. La esperaba. Es que durante los últimos días Rafael Escalona permaneció en una unidad de cuidados intensivos. El padecimiento se prolongó, lo atormentó y lo doblegó, pero no le arrebató ni la lucidez, ni la convicción de haber creado, a partir de la cotidianidad de sus paisanos, un universo que sedujo al país, entre otras razones por la precisión de sus descripciones, la magia de sus metáforas y el vigor con que irrumpen sus personajes en el contexto en donde se originaron los conflictos que vivieron y que él, con la precisión del cronista, captó y divulgó.
Nunca compartí con él. Ni siquiera lo vi. Esa carencia de contactos, sin embargo, no impidió que lo incluyera entre quienes merecían mis afectos, de modo que me interesé por su vida desde cuando comencé a oír sus cantos, especialmente durante una madrugada en que mis padres, a pesar de ser un infante, me levantaron para que encendiera velas en honor a la Inmaculada Concepción. Fue el año antes al de realizarse el primer festival de la leyenda vallenata. En ese momento adquirí la certeza de que Rafael Escalona, por lo menos para mí, sería inmortal.
La razón, que sólo pude explicarme años después, era que Escalona integraba, sin omitir detalles, la ruralidad que se perdía con la modernidad que advenía. En efecto, sentí que los personajes de sus historias pertenecían a dos generaciones que en su interactuar coincidían en destacar la finura de su galanteo y compartían no sólo las peripecias, frustraciones y satisfacciones de las tareas del campo y del comercio, que eran las fuentes de producción que imperaban, sino, también, el uso de las máquinas que recién comenzaban a ingresar a su territorio, pero que diferían en el propósito de entender la virtud, de modo que los nuevos acudieron a otra interpretación para aplicar el código de conducta que heredaron de los mayores.
Por eso mientras las mujeres, como objeto de veneración y deseo, ocupan el centro de su creación, las actividades del diario vivir y los implementos que en ellas se emplean se convierten en complementos de la exaltación, de modo que el automotor, el avión, el tren y el barco se convierten en referentes de la transportación; y las delicias de la comida criolla, los sobresaltos de la siembra de algodón y de arroz, las bondades de cebar novillos en el playón, las privaciones del internado, son objeto de evocación.

Además, con una ironía tan elaborada como la galantería con que enamoraba, me puso en contacto con los aspavientos que enseñaban las abuelas frente la deshonra de una aventura sin ventura, los romances a escondidas de los sacerdotes y las riñas que protagonizaban los viejos ante las desatenciones de los jóvenes frente a responsabilidades.
Todas esas experiencias y sentimientos las advertí en personajes ajenos a su ámbito, pero ligados al mío, que para esa época eran tan distantes porque las rutas que los conectaban eran los ríos Magdalena y Cesar o la travesía por las troncales de Oriente y Occidente.
Escalona acortó las distancias y nos integró. Ese fue el otro prodigio de su creación. Gracias, maestro.

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